sábado, 2 de junio de 2012

Dicen que tienes verano en la piel...

¿He dicho ya lo que los veranos en el pueblo significaron para mí?
Por mucho que lo diga jamás quedará claro lo que ese tiempo me dio y lo que le debo.

Yo nací allí, rodeada de cariño y de ilusiones. Pero a los tres años me marché: volví a reunirme con mis padres que habían emigrado unos meses antes. Más de 1000 km -lo mismo hubiera sido años luz- rompieron una forma de vida única que, afortunadamente, volvía a mí cada verano.

Mi abuela materna venía a recogerme cuando acababan las clases en junio y partíamos en tren. Luego cogíamos un taxi o una pequeña furgoneta que hacía el trayecto por varias localidades hasta llegar al pueblo.

Por delante días de luz y noches de estrellas. El calor, el sol, la libertad infinita...

En la foto estoy con mi tío materno, Antonio. Estamos subidos en el Sevillano. Junto con la Romera, la mula blanca de la siguiente foto, formaban la yunta que le servía para su trabajo en el campo. Los mulos vivían con nosotros. VIVÍAN: en la misma casa, entraban por la misma puerta, se pasaba por su lado para ir de unos sitios a otros... Ni era raro ni único: en la mayoría de las casas en las que se trabajaba en el campo había lo que se llamaba "bestias" que convivían y compartían el día a día de las familias. A veces sonrío cuando mis hijos arrugan la nariz al ver en algún documental lejanos pueblos -Mongolia, por ejemplo- en la que personas y animales comparten el mismo espacio. El pasado de su madre les parece la prehistoria...

Por las mañanas iba a la era - la foto del pueblo está hecha desde allí- con mi tío, mientras se trillaba. Cuando se acababa le acompañaba a aventar, en la era también o en la máquina que más tarde se usaba en régimen cooperativo. Las siestas, aplastantes y dulces, las pasaba en el río o en alguna alberca -aguas frescas y oscuras- con mi primo Silverio y con él. A media tarde a husmear en las cámaras de mis abuelas: revolver arcas y arcones, sacar pequeños secretos, misales, bordados de los ajuares... Por las noches, salida libre: al cine de verano, al paseo, a comer magnesia en cartuchitos y a volver a sentarse al fresco en la calle o en el zaguán, meciéndome en la butaca de tela rayada que tanto me gustaba.


Anécdotas de esos veranos luminosos me llenan la memoria y me muero de ganas de transmitirlas. Ahí va una entrañable: la casa de mi abuela paterna era un lugar fantástico lleno de cámaras y camarillas con tesoros para los ojos asombrados de una niña. Había un arca donde se guardaban unos zapatos negros, diminutos y relucientes, que me probé y me iban perfectamente. Bajé con ellos como una princesa bajaría al baile y mi abuela, Ana Ariza Moyano -mamá Anica-, se escandalizó: "Ay, esta niña, que me va a romper los zapatos de la mortaja". ¡Los guardaba para que la enterraran con ellos!
Otra más: yo era una niña delgada y, como ya he explicado, mi madre estaba obsesionada con ello. Cuando poníamos una conferencia -otra cosa que mis hijos no entienden: ir a la centralita, avisar de que se iba a llamar, volver a la hora convenida...- mi tío siempre le decía a mi madre: "Uy, la niña, no la conocerás, ha hecho tres arrobas" Y entonces, cuando mis padres iban a llegar al pueblo, me pesaba con la romana. Colocaba una soga doble en la que yo me sentaba e iba moviendo la medida hasta ver lo que pesaba: lo mismo que con los costales de trigo. Me pasé tres o cuatro veranos clavada en los 23 kilos. Eso sí, feliz y sana por mucho que mi madre me viera al borde de la tumba.

De todo lo dicho, y de lo que me falta por contar,  estoy hecha. El verano en la piel desaparece pero en el corazón deja huellas para siempre. Bendita infancia.

(Imágenes: fotografías familiares años 60 y 70. Fotografía publicada en el libro "Memoria sin sombra" de José Terrón Arjona, 2012)

1 comentario:

  1. Y esas huellas dicen mucho de quienes te rodeaban.
    Tú, verano en la pìel. A mí me decían que en el pueblo tenía "brillo".
    Brillo debían tener mis ojos cuando, por las noches de verano, creía tener las estrellas a tocar de mis manos.
    ¡Qué recuerdos afloran leyendo estas entradas!
    Recuerdos únicos unidos a los sentidos:
    Para la vista, el estampado de olivos infinito. Para el olfato, jazmines y aceite.
    Para el tacto, ¡el picor la piel en la era!. Para el gusto, las comidas de las abuelas y, para el oído la chicharra, los grillos y el pasar de las bestias por los adoquines de la calle o el rugir de alguna motillo a la hora de la siesta.
    "Verano en la piel", verano andaluz en el corazón.
    Un beso.

    ResponderEliminar