sábado, 28 de abril de 2012

¡Traga la bola ya!

La niña de la foto, con la mascota más grande que consiguió tener, soy yo.
Por el volumen que ocupo debo estar en una de las etapas de engorde que duraban como mucho entre dos y tres meses: lo que tardaban en dejar de hacer efecto los nuevos potingues o medicamentos.

La cosa funcionaba así: según mi madre yo NO comía. Ni poco ni mucho, no comía y punto.
Como madre había diseñado un plan estratégico para resolver el problema que desembocaría con total seguridad, si no se tomaban las medidas oportunas, en mi muerte.

Las vías de dicho plan eran variadas:

1.  Usar trucos caseros y debidamente contrastados tipo Quina San Clemente o vino blanco en el aperitivo. El poquísimo apetito de que yo disfrutaba se calmaba, por supuesto, con los lingotazos alcohólicos. Después de muchos años no he logrado superar mi aversión al alcohol aunque podría haber sido peor y estar siendo miembro de honor de Alcohólicos Anónimos.

2. Visitar aquellos médicos de los cuales se oía que hacían milagros en casos como el mío. Eran unos tiempos en los que los médicos, además de su consulta en la seguridad social, visitaban en su casa. Tenían un protocolo común: "pasarte por la pantalla" y recetar muchas, muchas cosas.
Los que mandaban a casa con recomendaciones del tipo: "la niña está bien" "seguro que come algo" "deje que coma lo que que quiera" eran automáticamente descartados y puestos en la lista negra por mi madre. Estos médicos no se limitaban a los de Barcelona y sus alrededores sino que, cuando en verano estaba en el pueblo, mi abuela -santa paciencia- era la encargada de coger un taxi y peregrinar allí donde mi madre le había encargado. Recuerdo, por ejemplo, a don Francisco, el "gordo", que visitaba en una casa señorial de Cabra con un gran zaguán fresco y lleno de plantas y a cuyo despacho nos conducía una criada uniformada.
Con cuantas más recetas se salía más bueno era el tratamiento que solucionaría, definitivamente, el terrible problema de mi muerte anunciada.

3. Tener y demostrar fe en las vitaminas, si eran pinchadas mejor (¡donde va a parar!). ¡Cómo olvidar el momento trágico en que entraba el practicante y ponía las agujas en aquel recipiente metálico al cual después acercaba la llama azul que mataría los microbios del paciente anterior!

4. Aprovechar el poco apetito para gastarlo en comidas de mucho provecho: estofado con medio kilo de ternera triturado dentro (odio la ternera desde entonces), higaditos fritos con aceite para mojar (odio el hígado desde entonces), vasos de zumo recién hecho para que no se le escaparan las vitaminas (que eran unos entes revoltosos que huían en cuanto salían de los alimentos), plátanos y más plátanos, que las demás frutas tienen mucha agua (no suelo comer más que esa fruta tantos años después), pastelitos nutritivos que contribuyeran al engorde rápido (tigretones, bonys... a los cuales soy una adicta auque he logrado controlar su ingesta en beneficio de mi colesterol)... En fin, una dieta a la que sólo le faltaban las hormonas pero porque mi madre no se enteró a tiempo de que las usaban en las granjas.

5. Hacer de las comidas un momento entre tragedia griega, esperpento y tortura echando mano de todos los papeles que una madre puede interpretar para la consecución de sus objetivos: si  no te comes esto te vas a morir, traga, no hagas bola, qué quieres que te enterremos, te lo guardo y te lo comes para merendar, te vas  a quedar enana, como vuelva y no te lo hayas tragado te enteras, si sigues así te vamos a ingresar, tú a mi  me matas, te voy a poner en el comedor del cole, anda cómete esto si me quieres, TRAGA LA BOLA YA...

Cada una de estas vías se usaba sola o por separado. A veces, milagro, yo empezaba a tener apetito y engordaba unos cuantos kilos. Cuando pasaban unas semanas el apetito desaparecía y volvía a ser la niña escuálida -a ojos de mi madre- o delgada -a ojos del resto del universo- que mi constitución preveía. El resultado: habíamos tomado un camino equivocado, reacción y cambio de vía. Y vuelta a empezar.

Mi relación con la comida ha quedado definitivamente tocada desde entonces y sólo los años han podido hacer que suba de peso y coja una ligera lorzita de un feo efecto pero de la que, seguro, mi madre se hubiera sentido orgullosa. ¡Ay, hija, ahora te empiezan a hacer efecto los medicamentos! ¡Nunca es tarde!

(Imagen: fotografía familiar. Galería de casa. Años 60)

3 comentarios:

  1. Me has arrancado unas risas.
    Muy bueno el relato.
    En mi caso, además, se colocaba mi madre con la zapatilla al lado y, en sus descuidos, yo le daba a mi hermana mi comida. Ella le hacía más aprecio que yo.
    Lo que peor recuerdo es el olor y el sabor del aceite de hígado de bacalao que venía en unas ampollas de vidrio.
    Y lo más divertido, los lingotazos de Quina Santa Catalina o de Quinito.
    Y ¡fíjate ahora yo también!
    Ya nos han hecho efecto los medicamentos!!!
    Pero no te quejes, que algunos de los médicos que visitaste logró hacer contigo un pacto con el diablo.
    Un besito.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Otra vez yo.
      Recordando, recordando, por las mismas fechas de la foto de tu relato yo solía comer en la galería viendo unas ovejitas pastar en el solar de enfrente de mi casa. ¡Qué suplicio debería pasar mi madre el día que lloviera y no acudiera el rebaño!
      Y, ¿qué me dices de:"esta por el papa, esta por la mama..."?
      Y además, y como secuela, una vitaminosis a cuestas. Como no comía, uno de los médicos pitonisos me recetaba un polivitamínico con el que crecí.
      Ahí es na.
      Historias para no... comer.

      Eliminar
  2. Es cierto Paqui, yo me comía tu comida y tú a cambio mis papillas. Qué mal repartido está el mundo. Yo también recuerdo lo buena que era la cerveza "Xibeca" para limpiar la sangre. ¡Madre de Dios! La debemos de tener purificada. Bsts.

    ResponderEliminar