miércoles, 25 de abril de 2012

La inocencia de los niños

Mi tío Antonio y mi madre, Aurora, aparecen en esta fotografía de finales de la guerra civil. Ella tendría quizá unos cuatro o cinco años -nació en 1934- y él, nacido en 1932, seis o siete.

Están haciendo el saludo fascista, brazo en alto, que era lo que tocaba en esos tiempos. El pueblo estaba ya en manos del bando sublevado y los niños tenían la lección bien aprendida. Me explicaba mi madre que alguno de sus tíos le decía: "Di "Salud, camaradas" y ella contestaba con media lengua "No, que mos matan". Todo era miedo y miseria.

Me contaron que mi abuela se disgustó mucho por esta foto -no sé quién la hizo- pero sólo porque los niños iban con alpargatas y zapatos gastados. En esta época el hacerse una fotografía -había niños que morían sin tener ninguna- era algo importante, que se preparaba de antemano y para la cual se vestían con lo mejor que tenían. Que les hubieran pedido a los niños alzar el brazo no era motivo de preocupación cuando tanto había que callar y tanto ante lo que cerrar los ojos. La guerra debió ser dura para todos pero los niños tienen mecanismos que les aíslan de la dureza cotidiana. Los adultos, impotentes ante el hambre y la injusticia, debían llevar la peor parte.

Mis abuelos maternos, Gonzalo Benítez Arias y Concepción Ariza Ariza, tenían un estanco durante la guerra y también tierras. El hambre, que hizo más daño que las balas, no fue especialmente acuciante en la familia. Había pan, aceite, potajes, la matanza del año, los dulces de las fiestas y, cuando se podía, naranjas y hortalizas de la huerta de los abuelos... Todo justo para los que se sentaban a la mesa que, como ya he explicado en otra entrada, siempre eran más que los de la casa.
Pero había miedo, penurias, dolor...

Mi abuelo Gonzalo se iba toda la noche, en el mulo, a recoger el tabaco a la estación de Archidona. Dormía encima montado, dando cabezadas porque el animal ya se sabía el camino. Bajo la manta llevaba una pistola para defenderse de posibles asaltos que, en aquella época, eran corrientes.
Mientras, mi abuela se quedaba sola con los niños y también con un "remisto" (parecido a una pistola de rueda) en el cajón que, aunque nunca tuvo que usar, la protegía de todo mal.

Una vez acabada la guerra mi abuelo le cedió el estanco a sus hermanas solteras que volvían sin nada al pueblo después de pasar la guerra en la provincia de Córdoba. Él siempre dijo que si no lo hubiera cedido se habría "puesto rico" pero lo hizo para que ellas pudieran salir adelante.
El caso es que no supieron aprovechar la oportunidad que se les brindó y hacían desaparecer demasiado tabaco para "estraperlo". Cuando llegaba el médico, el alcalde, el comandante del puesto de la Guardia Civil al día siguiente de haber llegado una remesa les decían que ya se había acabado. Eso labró su ruina porque las denunciaron y les acabaron quitando el estanco. Mi abuelo sufrió mucho por ello porque había renunciado a algo muy goloso y ellas no tuvieron el sentido común de administrarlo  bien.

Historias de la guerra, de la posguerra, que tantas veces he escuchado. Cuando niña, con interés. De joven, con resignación. Y ahora con la certeza de que hay que aprender de todo lo que los nuestros vivieron.

(Imagen: fotografía familiar. Años 30)

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