martes, 15 de octubre de 2013

Los pasos de mi infancia

Es esta una época de contradicciones: los niños, sobreprotegidos, no salen solos a la calle hasta muy mayores -nos sorprenden los hijos pequeños de los emigrantes cuando los vemos caminar sin la compañía de un adulto- y, en cambio, en cuanto irrumpen en la adolescencia, la libertad les acompaña sin que los padres tengan demasiado control sobre ellos.

En los años de mi niñez, por el contrario, éramos criaturas controladas en la adolescencia y la juventud pero nos movíamos libres por las calles -que entonces se consideraban seguras- en los primeros años de  nuestra vida.

Por la Avenida Carrilet pasaba, efectivamente, el carrilet: ese tren de vía estrecha que unía la Plaza de España, en el corazón de Barcelona, con pueblos y ciudades cercanos.


Pasaba por la superficie y las barreras bajadas no solían ser impedimento para que la gente, mirando precavidamente a derecha e izquierda, pasara si veía el tren no demasiado cerca.

Más peligroso era el "boleto verde", que no paraba en algunas estaciones y apeaderos y que se  había llevado a mucha gente por delante.


En los años sesenta mi madre trabajaba en casa haciendo bobinas (unas bobinas de cobre que iban en los televisores de la época). Yo ayudaba rizando los papeles donde luego la máquina enrollaba el cobre - casi todos los niños de la época echaban una mano en casa en esos trabajos que completaban el sueldo del cabeza de familia-, llevando la caja de bobinas acabadas a la fábrica y recogiendo el sobre del pago.

La fábrica estaba muy cerca pero había que cruzar las vías del tren. Y mi madre, una mujer sufridora que siempre se veía en lo peor y que tenía todos los miedos del mundo con respecto a su única hija, no veía más peligro que el de que me pudieran asaltar por la calle. Me decía, como la madre de Caperucita, que si alguien me pedía el sobre del dinero yo se lo diera sin rechistar y volviera corriendo a casa. Del carrilet... ni palabra. Que mirara a ambos lados y para de contar.

Y allí iba yo y cruzaba las vías y tocaba el timbre de la fábrica. La nariz me llegaba a duras penas a la ventanilla por donde me recogían la caja y me entregaban el sobre con el dinero. Y volvía, cruzando de nuevo las vías, a casa.

Y ese era el recorrido más largo y arriesgado.

Pero los pasos de mi infancia eran muchos y no quisiera olvidarlos, ni que se olviden, ahora que cada vez me quedan más lejos.

Iba a por botones y agujas a la mercería de los bloques. Todas las calles iguales, todos los edificios calcados. La angustia de sentirse en un laberinto. La primera vez volví llorando.

A esperar a mi tía a la puerta de la fábrica de Albert Hermanos. Las dos de la tarde. Antes, sonaba la sirena. Se abría la puerta del patio y por allí salían las trabajadoras que habían entrado a las cinco y media de la mañana.


Iba a por pan a la panadería de la carretera. A por gomas, carpetas, lápices... a la papelería Perelló o a la Casa Campo.
Sola de casa al cole y del cole a casa.
A la lechería, donde ahora está el CaféOlé.
A por vino Gandesa para las comidas de mi padre donde ahora está la casa de cortinas. La fassina, decían mis padres, aunque no supieran qué significaba esa palabra.



A la farmacia del señor Riera a ponerme las inyecciones -una lágrima restañada con las bolitas de azúcar-. Al colmado que tocaba con la farmacia, a por alpiste para los colorines. Los sacos apoyados en el suelo: garbanzos, lentejas... Todo lo que después había que limpiar con paciencia en la mesa de la cocina.

A la tienda de la señora Angeles y su nuera Eladia a por las cosas que se habían olvidado en la compra.¡Qué careras son!, decía mi madre.

Iba al economato de la Seat de la calle Batllori con el carnet de nuestro vecino. Siempre, siempre, se me encogía el corazón cuando lo entregaba. Mi peor pesadilla era que la cajera me dijera: "Este no es tu padre. ¿De dónde has sacado esto?" Que la gente me mirara y me señalara con el dedo. No servía de nada que me explicaran una y otra vez que no importaba, que la gente se dejaba los carnets para arroharse un dinerillo y que a nadie le importaba si era tuyo o prestado.

A la churrería de la calle Crucero Baleares  a la churrería de mi compañera Ester.

Al quiosco de la carretera a por el tebeo de la semana o por un sobre de cromos. Extras que no siempre se podían tener.

A la calle Escuadras o a la calle Alpes a la casa de mis amigas Espe y Mª Dolores.



A las instalaciones, a patinar los sábados por la tarde. A la piscina municipal recién abierta para hacer el cursillo de natación.



Iba a por las recetas al consultorio médico en una casa decrépita de la calle Mayor. Escaleras sucias y tristes. Una vieja que daba los números en unos cartones resobados. La cola interminable que la gente quería saltarse.

Los domingos por la mañana, a misa. Los domingos por la tarde, al cine. La sala inmensa del cine Estadio. El programa doble. La pasta comprada en el ambigú.

Pasos infantiles que recorrían el barrio que me vio crecer. Descubrimiento de la gente y de la vida. Olores y ruidos. Música de radio que salía por las ventanas. Noticias oídas que se llevaban a casa.
Primaveras y otoños y días y semanas corriendo veloces hacia el fin de la infancia.

Imágenes: fotografía personal, 11 de mayo de 1969, fotografías de la web: http://lhospitaletdellobregat.wordpress.com

2 comentarios:

  1. Y... a medida que se crecía, había que pedir permiso para salir. Sobretodo, de noche. Je, je, je.
    Un homenaje a tu antiguo barrio, Ana.
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    Un beso.

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  2. Sí. Suelta con ocho años y amarrada con quince. ¡Ja, ja!
    Besos.

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