En esta fotografía están mis abuelos maternos, mi tío, mi madre y mi tía. Falta la más pequeña, que nacería unos años después.
Está hecha a principios de los 40: quizá era la primavera de 1941 ó 42.
Mi tío y mi madre se llevaban unos 20 meses. La diferencia de edad entre
mi madre y mi tía era de más de cuatro años. En esos años que las
separan habían nacido otras dos criaturas que murieron en el intervalo
de pocas semanas: Silverio, con algo más de dos años y Francisco, de
unos pocos meses. A los dos se los llevó el sarampión que entonces hacía
estragos, como tantas otras enfermedades infantiles. Los primeros años
eran críticos y si los niños los superaban había otro trance que pasar:
la primera juventud, en la cual la tuberculosis les rondaba y se llevaba
a muchos de ellos.
Mi abuela fue una madre con suerte: sólo perdió dos hijos. Vecinas y
amigas perdieron tres, cuatro, seis... Los hijos te los daba Dios y Dios
te los quitaba. Perderlos era algo tan natural como parirlos. Se morían
y a ello todo el mundo estaba acostumbrado: "Angelitos al cielo y
ropita al arca". Los angelitos volvían al lugar de donde habían venido y
la ropa se guardaba porque al año siguiente seguramente se habría de
volver a usar. Se les velaba, se les lloraba, se les enterraba y se les
olvidaba. A veces, se aprovechaba su nombre para otro que nacía después.
De los que hubieran sido mis tíos no queda ni siquiera una fotografía.
Fotografiarse era un acontecimiento para el cual había que prepararse
con tiempo.
Cuando pensamos en el desgarro que debe producir la muerte de un hijo
nos sorprenden estas historias tan cercanas a nosotros. Cuando los hijos
se han convertido en el centro de atención, cuando absorben tu pasado,
tu presente y hasta tu futuro, cuando sus cambios y vaivenes determinan
la felicidad propia, se nos hace difícil comprender cómo no hace tanto
tiempo eran una parte de la vida que venía con naturalidad -si no venían
se podían criar los sobrinos, los ahijados... que para eso había muchos
en casi todas las famlias-, se criaba con naturalidad y si se iban la
vida seguía porque ni eran el centro ni podían serlo. Se esperaba de
ellos que crecieran con lo que había -lo mismo que sus padres habían
tenido-, que ayudaran en cuanto tuvieran edad -que era muy pronto- y que
cuidaran a sus padres en la vejez..
Así era la vida y de ella venimos. Sin olvidarnos de que así sigue siendo todavía en sitios no tan lejanos.
(Imagen: fotografía familiar. Principios de los años 40 del siglo pasado)
Sorprende la capacidad humana de relativizar y sobreponerse. Todo depende de los puntos de referencia. Actualmente, aobreponerse a la muerte de un hijo es muy diferente. ¡Qué tiempos tan duros y felices al mismo tiempo!
ResponderEliminar¿Te he dicho que te pareces a tu abuela?
Sí, a medida que envejecemos descubrimos parecidos en los que antes ni habíamos reparado.
ResponderEliminarConozco muy de cerca esas historias, yo soy el único superviviente entre cinco hermanos. Prácticamente no conocí a ninguno de ellos. Siempre me ha llamado la atención, sabiendo esto y habiéndolo vivido, cómo somos capaces de sobreponernos a esos episodios y hacer de cualquier contratiempo cotidiano una piedra insuperable.
ResponderEliminarUn beso, Ana.
Bienvenido, Walden. Una alegría tenerte por aquí.
ResponderEliminarEfectivamente hacemos montañas de granos de arena pero es nuestra arena y nos ciega los ojos y no vemos mas que eso.
Besos.