
Las palabras, las expresiones, se crean y se destruyen. Responden a necesidades y usos concretos y, a veces, cuando esos usos y necesidades se pierden o se transforman, agonizan hasta que, el día que nadie más vuelve a utilizarlas, el día que nadie las evoca, el día que nadie recuerda cuál era su significado, mueren definitivamente y desaparecen.
Cuando yo era niña nombré y oí multitud de palabras y expresiones que llevaban siglos usándose, pasando de padres a hijos con la naturalidad con la que el agua fluye de la fuente. Los abuelos y los padres las enseñaban. Los hijos las aprendían.
De unos años hacia aquí tengo la sensación de caminar en una cinta sin fin que se ha acelerado descontroladamente. Y el lenguaje forma parte de esa aceleración que incorpora y olvida, que añade y resta, que gana y pierde. Los padres, los abuelos, se ven obligados a aprender. Los hijos no quieren, o no pueden porque no le ven sentido, recoger palabras.
Este es un homenaje a palabras y giros que mis hijos no conocen, que pertenecen a un lenguaje que el tiempo se llevó. Ahí van.
Romana, alberca, jáquima, yunta, serón, alforja.
Angarillas, aceña, era, picón, jícara, chisque.
Torcida, picadura, zaguán, camarilla, pardear.
Lañar, tranquillo, disfrés, esamondao, fardo.
Guita, tranca, tangana, pingané, avenate.
Zarcillo, tejeringo, moña, bureo, balate.
Linde, higuerilla, porrón, cogedor.
Lañar, mollete, escobino, pósito, orilla.
Alcancía, trepar, mocito, cántaro, majano.
Enfollinarse, frangollón, suavón, ureña.
Matraca, ruilla, fifita, hocicar, acá, engurruñao.
Zumaque, figar, humero, merdellón.
Imagen: fotografía del libro "Memoria sin sombra" de José Terrón Arjona, 2012
Bueno, bueno. ¡Teníamos añoranza de lo mismo!
ResponderEliminarSí. Parte de nuestra lengua se va perdiendo. Aquí estamos para recordarla. De momento.
ResponderEliminarUn abrazo.