Las frases finales de los cuentos que poblaron mi infancia estaban llenas de felicidades y perdices.
La boda de los dulces, tiernos, jóvenes y guapos protagonistas era el comienzo de una vida plácida, el final de los problemas y el punto de partida de una nueva familia que llenaría de dicha el camino de ambos.
Las niñas de mi tiempo nos dormíamos arrulladas con esas promesas de felicidad eterna. Los niños, no lo sé: antes, como ahora, preferían los cuentos de acción donde la dicha radicaba, fundamentalmente,
en los finales donde moría el malo. Accesoriamente se llevaban a la
princesa pero eso no les quitaba el sueño.
Pero, ya lo dijo el poeta, la vida iba en serio. Y los cuentos, cuentos son.
Con la boda los momentos felices venían envueltos en problemas, en responsabilidades que ni siquiera se sabía que pudieran existir, en la angustia de la toma de decisiones, en desgastes personales, en fracasos, en desencantos. En el mejor de los casos, en conformidad.
Cada princesa perdía en ese camino fuerza y energía, ilusiones y empuje. Cada príncipe también. Las perdices solían brillar por su ausencia.
Cada foto que acompaña estas entradas tiene detrás una historia diferente. Felicidad probablemente hubo mucha -quién soy yo para dudarlo- pero esa felicidad redonda y sin aristas; ese paraíso
donde al día a día solo le faltaría un fondo musical estaría lleno de grietas y el cuento ya no sería adecuado para los sueños de un alma inocente.
Todos llevan mi sangre -más, menos- y contaré algunas historias del cuento de cada uno de ellos. Las más inesperadas, claro, porque son las que no se sabía que les acechaban.
No están en orden: jugad a adjudicarlas.
La pareja ideal llega a la vejez de la mano y allí, por sorpresa, empiezan a resquebrajarse las cosas. Las cabezas no son lo que eran y admitirlo estaría dentro
de la cordura que ya les falta. Se buscan soluciones pero es difícil aceptar que los deterioros no son físicos. Quien les acompaña también sonríe confiada: ellos la adoran y ninguno sabe que pueden llegar a hacerse daño mutuamente.
Un solo hijo: brillante, tranquilo, seguro, con un gran futuro. Mucho dinero hecho a base de esfuerzo, ahorro y sacrifico. Todo para el heredero. Una esquizofrenia con poco más de veinte años se lleva las ilusiones que en él depositaron. Ellos ya no están y él deambula entre las brumas de la medicación y de la soledad.
Una boda lejos de la tierra. Un pasado que no se va a recuperar. Días grises de Europa anhelando el sol y las gentes que sustentaron su infancia. Diferencias que se ensanchan con la convivencia. Los padres unidos sólo a su lado por el qué dirán. Hace tiempo que también a ellos se les había acabado cuento.
Los proyectos recuperados que parecían ser de ambos pero que sólo eran de uno. La placidez de la jubilación rota por la muerte. Inesperada, trágica. Sin motivos, sin explicaciones, sin porqués. Culpabilidades que no curan heridas. Repasos de lo dicho, de lo hecho, de lo omitido. Tristezas que ya acompañarán hasta el final.
Cuatro hijos. Buscar una niña para poner lazos y color rosa. Ilusiones y proyectos que se postergan. Una carrera profesional que debe aparcarse en aras de una vida familiar que quizá no era el sueño que se tuvo. Renuncias que, a la larga, pasan factura.
En el futuro, aunque ellos no lo ven en su día luminoso, una hija que no verán crecer. Hundirse en el dolor y salir a flote de nuevo. Tirar adelante y ser nómadas en la búsqueda del sustento. En el retiro una enfermedad que marca la relación y que es el triste final de lo que construyeron juntos.
¡Qué triste ha quedado esta entrada!
Pero mirar fotografías suele ser un ejercicio triste. Nosotros sabemos cosas que los retratados no saben. Ni siquiera lo sospechan. Han dado un paso decisivo. Han firmado un compromiso.
Han iniciado un camino. Bendecidos por Dios y por los hombres nada malo puede suceder.
Pero nosotros vivimos en el futuro.
Y quisiéramos advertirles: sonreíd ahora; atrapad al vuelo lo bueno de la vida.
Es inquietante ver que alguno no sonríe, que con ojos asombrados se deja retratar quizá con mariposas en el estómago y, ya, piedrecitas en el corazón.
Y, a pesar de todo, fueron felices y comieron perdices. Mientras la vida lo permitió.
(Imágenes: fotografías familiares. Décadas de los 40, 50, 60 y 70)
De las mariposas en el estómago a las piedrecitas en el corazón.
ResponderEliminarNosotros sabemos cosas que los retratados no saben.
Jo, te las robo las dos, ¿me dejas que haga uso de ellas?
Hay un libro de un poeta onubense titulado: Nunca fuimos lo pensado. Hace muchos años que lo leí, ya no recuerdo ningún poema, pero raro es el día que no recuerdo el título.
Una entrada profunda.
Besos.
Tuyas son, Walden.
Eliminar¿Y ese poeta? Porque el título es certero. Lo he buscado en Internet pero solo encuentro las referencias que aparecen en tu blog y un blog que lleva ese título pero que no tiene ninguna entrada.
Un abrazo.
Reconozco dos parejas y le pongo nombre a un texto. El otro, aunque lo intuyo, me deja perpleja.
ResponderEliminarLo que depara el futuro es un enigma en el presente. En ese presente engalanado, a todos se les ve felices.
Me has dejado pensando en la foto de mi boda. ¿Se escribirá también algún día una historia? El tiempo la va escribiendo, poco a poco...
La vida te da sorpresas...
Eliminar¿Quién pensará en nosotros cuando nosotros ya no pensemos? ¡Quién lo sabe!
Un abrazo.