El pueblo donde yo nací y al que volví cada verano de mi infancia ya no existe.
Bueno, a ver, que se me entienda bien: existir, existe. Está donde estaba y tiene más de cuatro mil vecinos, muchos bares, algunos bancos, farmacia, una iglesia, una ermita, una escuela, un instituto de la ESO, una feria en verano, una romería en primavera, un río donde se hace piragüismo, un mercadillo los sábados, peluquerías, tiendas de "todo a cien", un DIA, una cueva, una sierra, viejas del visillo, porreros, guardias civiles, un hogar del jubilado, una guardería, una piscina municipal, un campo de fútbol, una tele local, frío en invierno, calor en verano, ingleses, rumanos, ecuatorianos, olivos, una cooperativa de aceitunas y así... hasta el infinito.
Pero el pueblo que yo digo ya no existe. Le faltan cosas imprescindibles para ser mi pueblo. Pero de todas, de todas, la que más le falta es su cine de verano.
¿Y qué es un cine de verano? Eso se preguntarán los usuarios de multicines, los que compran palomitas y refrescos a millón y se sientan en su butaca numerada a ver una fantástica -o no- película de estreno.
Pues un cine de verano era un espacio abierto, empedrado a ser posible, rodeado de paredes encaladas y en cuya pared principal se proyectaban películas -una, y de varios años antes casi siempre- que la gente jaleaba, pateaba o aplaudía, según el día.
También se usaba de teatro y allí habían actuado, en los años 40 y 50, todos los cantaores y las compañías que rondaban por esos pueblos de Dios: Juanito Valderrama, Pepe Marchena, Manolo Caracol...
¿Y por qué era de verano? Pues porque le faltaba la
pared principal: el techo, siendo éste un problema importante en un pueblo donde la temperatura de una tarde-noche de invierno podía llegar a los 0 grados.
El cine de verano de mi pueblo era un espacio entre huertos y patios. Se entraba por un portón después de comprar la entrada en una minúscula taquilla.
Una vez dentro había una sala pequeñita para usar algunas veces en invierno y el bar.
El bar era fantástico: tenía un botijo donde se podía calmar la sed GRATIS. Ni tamaño pequeño, ni mediano, ni grande: el trago a medida de la sed de cada uno. Un pequeño estante con pipas y poco más.
Luego entrabas en la "sala": el espacio abierto con la pared encalada del fondo. Allí se proyectaban las películas: de amor, de romanos, del oeste, españolas y extranjeras. La programación se anunciaba en dos carteles: uno en la plaza de abajo y otro en una de las calles del barrio de arriba. "Ir a ver los carteles" era una actividad común. En los tiempos más duros de la dictadura las películas venían catalogadas por la iglesia e ir a verlas dependía de lo que cada uno se quisiera condenar. "Rosa con reparo" y "rojo" eran para mandarte directamente al infierno si al salir tropezabas y te morías sin confesión.
El horario, como debe ser, asociado al verano y al ocio: a las 11 de la noche el pase para los niños y sobre la 1 para los mayores.
Los asientos eran unos largos bancos corridos de sillas metálicas unidas entre sí de manera que si el que se sentaba era un poco bestia diez o doce personas se movían para un lado o para otro.
Como se hacía un alto en la película, para avisar, las luces se encendían durante un segundo momentos antes del "corte". Qué escenas intentaban no poner en evidencia era difícil de adivinar en una época en que los "avances" masculinos casi nunca eran secundados por sus acompañantes femeninas.
Por la pantalla se paseaban las salamanquesas, interponiéndose entre el beso de amor de los protagonistas. En el cogote te caían cáscaras de pipas o de cacahuetes -avellanas americanas se llamaban allí-. Las manos de los frescos aparecían de repente por detrás, entre los huecos de las sillas. Las risas, los "chiflidos", los pateos, las llamadas a voz en grito hubieran hecho difícil seguir el argumento si no hubiera sido porque los argumentos tenían poca enjundia y la mayoría de la gente, poco interés.
Yo recuerdo noches y noches en el cine de verano. En el programa de los niños, primero, y en el de los mayores después. Allí he visto una filmografía tan variada como: "La muerte tenía un precio", "La noche de Walpurgis", "La túnica sagrada", "Cateto a babor", "Crimen perfecto", "Psicosis" (pronunciada pisicosis), "Cómo está el servicio", "Marcelino pan y vino", "Cleopatra" y muchas otras que no recuerdo porque lo de menos era la película.
Cuando era pequeña me llevaba mi tío Antonio y me sentaba a su lado y mientras yo veía la película ensimismada él me pelaba las pipas y me las ponía en la boquita -sí, yo estaba así de mimada-. De adolescente iba con la cuadrilla de amigas. A veces te sentabas cerca de los chicos, a veces lo más alejada posible.
Llegué a ir alguna vez, ya casada, cuando ya el cine era una rareza que sólo apreciábamos quienes llegábamos de vacaciones.
La gente empezó a dejar de ir y, finalmente, cerró. El sitio creo que está aunque algo se ha construido en su espacio. Desde luego siempre, siempre estará en mi memoria.
No tengo ninguna foto de la época en que yo lo disfrute. Las imágenes que acompañan la entrada corresponden a una comida o celebración -sólo para hombres por lo que se ve- bastantes años antes de que yo naciera.
El cine de verano. El fresco que a la medianoche te reclamaba la rebeca, las estrellas, las risas, el sabor salado de las pipas, las voces guturales de los actores que resonaban en el espacio abierto, el chirrido de las patas de las sillas, el botijo que sudaba agua fresquita, los susurros, el ulular de los mochuelos, la salida entre amigas cogidas del brazo. El cine de verano.
Imágenes: fotografías recopiladas en el libro "Memoria sin sombra" de José Terrón Arjona, 2012
Y en el de mi pueblo, añadir el olor a los jazmines y damas de noche que trepaban por las paredes y perfumaban esas noches de verano.
ResponderEliminarSí, sí, en el mío también.
ResponderEliminarQué buena descripción. He sido un asiduo -y lo sigo siendo- de todo cine que haya estado a tiro, y he tenido la suerte de disfrutar de los de verano, aunque no en un ambiente tan bucólico como el que retratas. Las películas de terror en el cine de verano de la playa, aunque no nos enterábamos de mucho por el mal sonido, son inolvidables, con las pipas y los refrescos, y el jersey porque siempre refrescaba,...
ResponderEliminarAna, después de pasar por tu blog casi siempre me entran ganas de ir a la tienda a por una onza de chocolate, salir a la calle a jugar al trompo y "esnifar" los soldaditos del tambor de detergente Colón,.. ah, y despertarme el sábado por la mañana y ponerme a leer Jabato.
Tienes una gran habilidad, ¿te has planteado escribir cuentos?
Un beso.
Me encanta provocar tus recuerdos a partir de los míos. Tenemos muchas cosas en común.
ResponderEliminarSobre lo de escribir cuentos, es curioso porque de pequeña siempre pensaba que iba a ser escritora. Lo que pasa es que me veo tan, tan lejos, de los que escriben bien... Soy una lectora tan voraz y tan exigente que todo lo que escribiera iría directamente a la papelera.
En cambio, descubrir los blogs, donde se escribe sin presión y sin pretensión, me ha abierto una vía fantástica para quitarme una espinita.
Recibir una sugerencia en ese sentido, viniendo de una persona que escribe tan requetebién como tú, ha sido fantástico.
Muchas gracias. Un abrazo.
No hace falta que pongas foto. Puedo imaginarlo sólo con leer lo que has escrito!!!
ResponderEliminarEso de que hay lugares que has perdido o, como dices tú, que han dejado de existir (aunque, de hecho,sigan ahí como tu pueblo) lo he sentido alguna vez.
Besos y ¡Feliz Navidad!
Gracias, María.
ResponderEliminarQue seas feliz en estos días tan especiales.
Un beso.